Mi poesía y mi pintura tienen dos puntos en común: la búsqueda del misterio a través de todas mis vivencias, y la plasmación de los amados paisajes y sus personajes. En la una, suenan como voces lejanas que hablan y recuerdan cosas y heredades perdidas; en la otra están, presentes, destejidos sus huesos por los aromas...
Romilio Ribero, Córdoba, 1974
Romilio Ribero, Córdoba, 1974
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martes, 22 de febrero de 2011
Libro del lejanísimo día - 1969
Los infiernos
VI COMO NACÍA LA NOCHE EN LA LLANURA ENTRE PACIENTES
lluvias, desoladoramente vestidas de
signos de la desesperanza.
Vi también a las lluvias cansadas dispersar manos, insectos,
alrededor de la desterrada, y morir en el lado del diluvio.
También sé que nadie iba a volver de las últimas muertes, ni
responder su voz a las hiedras
sedientas del verano.
Pero yo hablo de amantes que se hundieron en su
alucinamiento por extraños países
con las carnes mojadas y postrados sus cuerpos en el último
resplandor.
Y condenados a desintegrarse, a olvidarse del celeste espíritu
que embalsama las cosas.
Quien mira las estampas del infierno que guardaba la abuela,
piensa:
Aqui están y tenían un cuerpo de dos mil años y unas manos
de otra raza.
Y dicen: en este lugar hay siniestras criaturas que no fueron
bautizadas,
y también mujeres con el vientre roído por las flores.
Y otros: aquí descenderemos para quemarnos y clamar
eternamente.
Y así lo evoco a ese infierno, cantando por tres noches una
inmortal bienaventuranza.
De una madre escuché: hasta el día del juicio, extraerán de tu
cuerpo la sangre
y quemarán tus uñas y tus visceras darán de aliemento a los
pájaros.
Y de un anciano que, postrado veía regresar las bandadas que
indicaba el lugar
donde se guarda la luna: "te coronarán allí de insectos y tus
huesos se empaparán de otras aguas".
Pero yo hablo de cuerpos que se olvidaron de los ministerios
celestes y de los martirios;
de rostros que llevaban el origen de la corrupción y
de mujeres que se desvestían en la llanura para danzar en
extrañas bodas animales.
Y que fueron condenadas, sin compadecimientos, a quemarse
entre peces voladotres,
en el centro mismo de tan milenaria ciudad.
Y debajo de la gran estampa que guardaba la abuela, había
palma para quemarse, y un rosario para invocar en la época
del granizo,
y una rosa disecada
que perteneció al primer nacimiento.
Y también existían para testimonio, los hombres que habían
quebrado los cielos
y apestaron los lechos y las órdenes celestes no obedecieron.
Y larvas que fatigaban a los desnudos derramados, sin sexos,
sin senos, sin rostros;
apiladas manos humeantes y detrás de tan absurda creación
un fuego eterno, alimentando océanos de orejas y ojos,
en un laberinto de donde nadie podía escapar.
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