Los perros de las piedras,
las urracas que nacen en los viajes del sol hacia países
tórridos,
las víboras que el hombre engendra en su perfume con la
primera noche del hechizo,
las fogatas, la yesca del cabello,
los huevos de la iguana sobre tibias magnolias,
las pulseras de bronce y de caireles que te ciñen las
manos,
ese tocado extraño con plumas de gigantes serpentarias,
lo agresivo del hierro en cadenas que rompen tus rodillas,
son talismanes raros y fatídicos
que saben de la ausencia en la memoria,
y que arden en sí mismo
para enseñarte cosas y bienes del deseo y la lujuria.
Antes de regresar, consulta el libro de las tejedoras,
impregnado de lluvias.
Si la luna ya quema la sal celeste de la menstruadora,
y la amapola crece nuevamente entre orfebres del oro,
y las mujeres traen las cargas de retamas olorosas para el
fuego del pan,
entonces tu retorno
serán celebraciones en tratados de amigos,
y no tendrás espanto al lecho del conjuro o del incesto,
ni a mugientes ciudades con altos mataderos y hospitales
inciertos que abren a medianoche.
Ni a cenos de rameras que caen desbordados con perfumada
escama cerca de los asilos y las tumbas.
Traza sobre tu pecho el signo del placer y de las bodas.
Tuya es la eternidad con su insaciable túnica y sus ardientes
labios.
- Así dice el cronista del mar con amuletos, a la raza
reciente que ignora sus augurios.
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